Había inventado uno de los cócteles más caros del mundo. Una mezcla de whisky de malta y azúcar de maracuyá. Se le ocurrió mientras coronaba una hamburguesa de langosta con pan de oro, con todas las mesas del restaurante ocupadas, fila en la puerta y una agenda completa hasta primavera. Llevaba años sin salir de esa cocina, sin atender llamadas que no fueran de proveedores con dudas o de clientes satisfechos, sin apenas pisar su apartamento de lujo ni recorrer con sus manos el cuerpo de ninguna mujer. Ni siquiera tenía tiempo de telefonear a sus padres, sus hermanas o su abuela. Los imaginaba en el pueblo, a cientos de kilómetros, predicando orgullosos sus platos más inasequibles: una pizza Royale de cuatro mil euros, un kebab con champagne Krug que superaba los mil.
Se puso a pensar en su abuela mientras se subía a una escalera e intentaba alcanzar una pieza de ternera Wagyu de más de veinte kilos. La recordaba menuda, con el pelo recogido en una redecilla, alzada en un taburete para llegar mejor a los fogones. A su alrededor, ollas grandes, luz natural, alimentos de temporada, fusiones sencillas, aderezos justos y aromas intensos escapando de la cocina e invadiendo las habitaciones. Se giró para comprobar si la esencia de su cocina también traspasaba las paredes y llegaba hasta la cámara frigorífica. No sólo no rescató ningún olor, sino que la escalera se tambaleó y cayó al suelo con la res encima. Despertó entre los gritos del personal y no les dio las gracias cuando le ayudaron a levantarse. Empezó a deambular, afinando el olfato, buscando a su abuela. Llegó hasta un rotavapor e inspiró. Lubina con olor a kiwi. Sonrío al tiempo que buscaba su teléfono. Había convertido las fusiones perfectas de su abuela en confusiones disparatadas.