Duermes, por fin duermes. Acurrucada como cuando eras niña y cazabas sueños en cualquier parte. Abrazada al cojín con el que suele jugar tu nieto. Tus pies escapan de las garras de tus sábanas, esas que tan pronto necesitas como quieres lejos. Vas vestida de azul, a juego con la mascarilla que ahora mismo ha resbalado hasta la comisura de tus labios. Respiras despacio, tranquila. El dolor se ha cambiado de habitación y está molestando a otro. Y verte así, por fin dormida, me hace feliz.
Pronto nos iremos a casa y ese cojín que abrazas volverá a ser un arma letal en una guerra de almohadas. Pero cómo acojona cuando el cierzo sopla sin avisar y te zarandea la existencia. Cuando el susto invade el cuerpo y derriba los cimientos que apuntalan el corazón.
Menos mal que nos une un cordón umbilical, imaginario e irrompible, que siempre suma y nunca resta. En nuestro caso, cae del cielo como una liana de seda. Primero te envuelve a ti, después a mí y, por último, a tu nieto. Lo sé porque sin ti no sabría ser hija ni, mucho menos, madre. Así que duerme, mamá, abrazada a ese cojín. Que yo mientras tanto te contemplo y agradezco, agradezco, agradezco.