Estamos en Ciudad Niebla, al menos, eso es lo que asegura mi hijo de dos años y medio agarrado al arnés de su silla de coche. Mira por la ventanilla, cierra y abre los ojos, y parpadea rápido para acabar con la capa blanca y gris que le impide ver edificios y árboles. Al final, lanza rayos con las manos al tiempo que mancha el cristal de pedorretas y babas.
—Mamá, las torres se las han llevado el alcalde «Candinguer» y sus gatitos.
Sonrío por la ocurrencia y me imagino el camión de bomberos de Marshall y el coche patrulla de Chase avanzando por el paseo Echegaray y Caballero dispuestos a recuperar la basílica del Pilar.
—Me gusta más cuando hace viento. ¿Cómo se llama ese señor?
—¿Qué señor?
—El viento, que no me acuerdo cómo se llama.
—¿El cierzo?
—Ese, me gusta cuando el señor «cerzo» te quita el gorro y sale volando.
—Es divertido ver a mamá correr, ¿eh? ¡Gamberro! Podías haberme ayudado.
—Es que estaba comiendo una galleta.
La conversación fluye igual que el río Ebro al otro lado de la ventanilla. Apenas se ve, pero Máximo distingue el puente de La Almozara y sabe lo que tenemos debajo.
—No pites, mamá. Ahí viven los «sirulos» y un pez que se llama Nemo. No los despiertes.
—Tranquilo, paso despacio. En qué ciudad más chula vivimos, ¿verdad? Hay torres altas, un viento travieso, un río muy grande… —le doy pie a que siga enumerando las virtudes de Zaragoza.
—Y las campanas, y los leones, y la casa de los abus que está al lado del Mercadona, y el parque con patos y un tren —aprovecha la oportunidad y, al mismo tiempo, alarga los dedos para dibujar en el cristal.
—El Parque Grande.
—Sí, era grande, pero no me cansé ni un poquito así —me asegura dejando un hueco invisible entre sus dedos pulgar e índice—. ¿Lo ves, mamá? Así de poco.
—Voy conduciendo. Te veo por el retrovisor, vale, no me puedo dar la vuelta.
—Sí. Menos mal que dentro del coche no se mete la niebla.
—Sería un problema.
—Si tienes un problema, pues llamamos a la Patrulla Canina.
Sonrío de nuevo, pero no porque la jauría haya vuelto a entrar en escena, sino por ese «pues» tan nuestro. Mientras finge conducir una moto, dudo de si es acertado que adquiera un vocabulario tan específico desde pequeño. Ayer intentó frenar la caída precipitada de un juguete desde el sofá con un «aiba, aiba, aiba» y todas las noches me pide un «besico» antes de dormir.
—¡Mamá! Que a ti qué parque te gusta más.
—Perdón. A mí, el Parque del Agua.
—¿El del teatro, el del acuario o el del gigante de las letras?
—El de todo eso y más cosas.
—A ese vamos un día que sea fiesta porque en la guarde me canso mucho.
—Buena idea. Estamos llegando. Busca un sitio, que por aquí hay menos niebla.
—Es que ha venido el señor «cerzo», ha soplado muy fuerte y se la ha llevado por el cielo hasta las estrellas.
—Aquí hay un hueco.
—¡Bien! Al lado de la «furtería». Vamos a comprar borrajas, que no quedan.
Apago el motor, me doy la vuelta y sonrío una vez más mientras observo cómo se intenta liberar. Ya no dudo. A los dos nos gusta esta ciudad: sus rincones, su clima alocado, su gastronomía y sus palabras propias.
—Tenemos suerte de vivir en Zaragoza.
—¿Me lo quitas? —Estira del arnés con fuerza sin reparar en mi reflexión—. ¡Que mi cola tiene pis!
Relato seleccionado en el II Concurso de Relato Breve San Valero. Publicado en la antología Inmortal II. Más información sobre esta obra en la sección Libros de la web.