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EQUINOCCIO DE OTOÑO

por cristinica

Es el día favorito de mamá y, aunque ella hace años que no acude a la cita, sigo cumpliendo  su itinerario paso a paso. Abro el armario y busco la ropa de entretiempo. Me pongo las medias tupidas y un jersey fino de media manga. Antes de salir de casa, cambio las sandalias por unos zapatos destalonados.

Camino hasta el parque, extiendo la esterilla sobre un puñado de hojas secas y escucho cómo se quejan cuando me tumbo encima. Mamá siempre reía con ese crujir, aunque, acto seguido, les pedía perdón y alargaba la mano para acariciarlas con las yemas de los dedos. Tenía razón en que hoy es un día mágico: el sol alineado con el centro de la Tierra, las mismas horas de luz que de oscuridad.

—Cierra los ojos y respira profundo —me guiaba—. Alarga las piernas y los brazos, que crezcan tanto que la esterilla se te quede pequeña.

Conforme fueron pasando los años fue más fácil cumplir con esa premisa. En este octavo equinoccio sin ella, la mitad de mi cuerpo sobresale de la tela y descanso sobre amarillos, naranjas y marrones. Vuelvo a coger aire y abro los ojos. Un grupo de aves emigra por encima de las copas de los árboles. Las diviso entre las ramas medio desnudas, emprendiendo su viaje en dirección al sol y su calor.  

—Tienes que alzar el vuelo como ellas —insistía mamá—. El otoño es época de cambios y comienzos.

Allí, acostadas sobre retazos de almendros y cerezos, rodeadas por un abanico de colores ocres y con los pájaros emprendiendo nuevas aventuras, llenábamos nuestra mente de propósitos y retos: matricularme en la Universidad, perfeccionar mi francés, desprendernos de los kilos que siempre nos regalaba el verano.

—Al año que viene tendré que buscarme otro parque —le susurro mientras el sol empieza a esconderse y sus rayos tiñen de rojo un puñado de nubes cargadas de agua—. Me mudo a Madrid con Carlos. No te preocupes, ya tengo trabajo.

Una ráfaga de aire fresco hace bailar las hojas y arrastra el aroma a castañas asadas del puesto de Rosa. Esa era la señal con la que recuperábamos la verticalidad, siempre con la sonrisa más grande y las pilas recargadas. Lo tomo como una bendición y me incorporo. Mi sonrisa es más pequeña desde que mamá no está, pero, aun así, brota al observar las primeras setas a los pies de un nogal centenario.

Me estiro hacia el cielo con la intención de atrapar al sol antes de que desaparezca. Sigo su estela al atravesar la atmósfera y me pierdo entre rosas más o menos intensos.

—Observa tu color favorito en el Cinturón de Venus —señalaba mamá mientras nos alejábamos del parque.

De regreso a casa, la oscuridad despierta y la ciudad se duerme. Todavía tengo que encender una vela de calabaza, cenar tostadas de membrillo y queso fresco, y acurrucarme en el sofá con una manta y un libro entre las manos.

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