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LA MALETA

por cristinica

Todas las veces que he preparado la maleta sabía que iba a deshacerla en este mismo lugar. Mis viajes han sido siempre de ida y vuelta. Es la primera vez que no regresaré en unos días, en semanas, en meses… quizás en años. Por eso me cuesta tanto introducir todos estos zarrios. Los miro, los toco, los dejo con cuidado. No quiero asignarles otro sitio a kilómetros de distancia. No quiero que pierdan su historia porque también cuentan la mía.

He metido la ropa en una bolsa de deporte, a modo cascala, a riesgo de que mi abuela me atice un buen pescozón por llenarla de arrugas. Las prendas son muy traicioneras; atrapan olores entre sus costuras y, por tanto, lugares y recuerdos. No he podido evitar llevármelas a la nariz para volver a dar un paseo con Carlos por el Parque Grande, para recorrer la feria del libro en Independencia, para perseguir a mis primos alrededor del castillo de la Aljafería, para tomar un chocolate con churros en la plaza del Pilar, que para eso soy tan laminera, o unos champiñones en el Tubo entre amigos. Da igual cuántas veces laves la ropa, hay aromas que se esconden para provocar sonrisas y mantenerte preso. Tengo una camisa que huele a mi abuelo hasta tal punto que puedo volver a su cocina, alzarme sobre un badil para alcanzar la encimera, y ayudarle con las migas y los cacharros.

Mi madre se ha empeñado en que me lleve dos chubasqueros porque en Irlanda caen chuzos de punta todos los días. Está obsesionada con que evite chipiarme para que no me acatarre y me ha prohibido salir a la fresca hasta que conozca bien a mis vecinos. Como si las calles de Dublín fueran como las de San José y se llenaran en verano de mesas de camping, mujeres que cogen un capazo tras otro y zagales que juegan al balón prisionero y se encorren sin descanso. Sí, me da pampurrias marcharme de este sitio. Sé que echaré de menos hasta el cierzo del que tanto despotrico. En el fondo me encanta que me despeine y juegue a quitarme y devolverme la visión, sobre todo cuando cruzo el puente de Piedra y la Basílica aparece y desaparece ante mis ojos como por arte de magia. Aunque una vez, de camino al instituto, me pegó tal empentón que toqué el suelo de la plaza Europa con los labios.

Acabo de guardar en el bolsillo exterior unas alpargatas en miniatura, un llavero con una castañuela y un cachirulo. Vaya retahíla de tópicos. En cambio, si alguien quisiera arrebatármelos, lo escachuflaría como a una cucaracha. También me llevo una cinta de la Virgen, un adoquín revenido y el primer disco de Amaral. Incluso voy a la habitación de mi hermano y le cojo prestados una película de Buñuel y un libro de Labordeta, no porque me gusten, sino porque a ese pedazo de ababol lo voy a echar de menos más que a ninguna otra cosa.

Por último, encajo una camiseta que me compré durante unas fiestas del Pilar. En ella, dos baturros sonrientes aseguran que «Zaragoza es guapa». Tienen razón. No sé cuándo volveré, pero sé que lo haré de propio. Esta tierra se te impregna al cuerpo, traspasa la piel y deja huellas más allá de donde alcanza la vista. Cierro la maleta y me acerco a la ventana. Una paloma acaba de cagarse en el cristal y otra se posa sobre el marco. Lástima no tener un poco de maíz en la palma de la mano como cuando era niña.

Relato seleccionado en el Concurso de Relato Breve San Valero 2021. Publicado en la antología INMORTAL I. Más información en la sección Libros de la web.

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