Me gustan las letras y más las palabras que forman, cómo se encadenan, corretean y juegan hasta crear frases completas y párrafos perfectos. Me paso el día pronunciándolas, pensándolas, escribiéndolas. Me encanta zambullirme en su mundo y perderme entre ellas, trabajarlas durante meses, cambiar unas por otras, mimarlas y re-mimarlas hasta que brotan personajes con historias propias. A menudo confundo si soy yo la que logro dar vida con ellas o son ellas las que me mantienen con vida a mí.
Pues bien, hoy me he topado con esta imagen en mi móvil. La captó mi marido en las vacaciones sin que yo me diera cuenta. Una mañana cualquiera, a no sé qué hora, en una piscina en la que sólo estábamos los tres, con el sol calentando el agua y nuestras ideas a una velocidad de vértigo. Y al verla, me he quedado muda. He querido preguntarle cuándo fue, cómo fue, qué estábamos haciendo o diciendo, por qué cierro los ojos y sonrío hasta llenarme de arrugas y mostrar todos mis dientes. Sin embargo, solo he conseguido permanecer quieta, con el móvil balanceándose sobre la palma de mi mano y las pupilas recorriendo cada uno de los píxeles. He comprendido, en solo un instante, que soy vulnerable. Existe una persona que puede privarme de todo lo que hago, de todo lo que me gusta, de todo lo que sé y de todo lo que soy. La única capaz de robarme las palabras que tanto amo y, al mismo tiempo, que se agarre a mí tan fuerte que no me importe haberlas perdido.
Qué suerte poder amar y modelar cada una de las veintisiete letras del alfabeto, qué suerte tener a alguien capaz de dejarme muda de vez en cuando, qué suerte tenerte a ti, al otro lado de la cámara, cazando la felicidad cuando estaba distraída.