El primer raspón se lo dio con catorce meses. Estrenaba sandalias y quiso perseguir a unas bicicletas que pasaban de largo junto a su casa. No calculó bien el peso de su nuevo calzado, si es que a esa edad se calculan las cosas, y cayó de rodillas sobre el asfalto. Las palmas de las manos pararon el golpe, pero, aun así, el susto se le metió dentro del cuerpo, aunque no supo muy bien por dónde. Lloró unos segundos, más por la novedad de lo ocurrido que por el arañazo y las gotitas rojas. Bastó una mirada de mamá para lamer las heridas de la rodilla izquierda, una explicación en voz calmada y el incentivo de seguir jugando juntos. En realidad, él no recuerda esa caída, pero se la narraron tantas veces que se ha ganado un hueco en su memoria.
El segundo raspón del que sí se acuerda se lo hizo al caer de su propia bicicleta. Bajaba la cuesta más empinada del pueblo, a pesar de que se lo habían prohibido. Pablo insinuó que tenía miedo y, ante tal acusación, no tuvo más remedio que lanzarse colina abajo sin casi tiempo para poner los pies sobre los pedales. Salió volando, según Pablo, como un superhéroe que intentaba cazar a un villano, y aterrizó (y rebotó) de costado. Las heridas le duraron semanas; el castigo de sus padres, todo el mes de agosto; la leyenda de su hazaña, todavía reluce con el carajillo en la mano.
El tercer raspón grande se lo hizo a los quince años, en el portal donde vivía Carlota. El sol se resistía a desaparecer detrás de los edificios y el cierzo jugaba con su falda. Él se había puesto la ropa de los bautizos: vaqueros de marca, camisa y hasta zapatos. Y todo a pesar de que el calor de ese veinte de mayo se parecía más bien al de un treinta y uno de julio. Carlota rechazó su invitación pese a llevar la indumentaria completa y sintió que ese raspazo le atravesaba la ropa.
El cuarto raspón tuvo nombre y apellidos: Gonzalo Girol, el arquitecto que le arrebató el puesto por el que tanto se había esforzado. Compitieron durante años y, cuando creía que tenía suficientes tiritas para cubrir sus rasguños y la fuerza para propinar el golpe de gracia, Gonzalo le presentó a su tío, nuevo socio del despacho donde se dejaban los cuernos.
El quinto raspón gordo se lo llevó un veintidós de diciembre, aunque ese día apenas lo recuerda. Sí sueña a menudo con el que vino después. Se vistió de negro, se puso la corbata, estrecho manos, fingió muecas que casi parecían sonrisas, y aceptó palabras de consuelo que no cumplían con lo prometido. Veló a sus padres durante dos días y se despidió de ellos en el cementerio del pueblo. Su mujer, embarazada de los mellizos, apenas pudo subir la cuesta por la que él había hecho historia.
El sexto, el séptimo, el octavo, el noveno y todos los demás ya no ocurrieron en su cuerpo, aunque los sintiera como si fueran suyos. Los mellizos también se tiraron a lo loco por rampas empinadas, también se enamoraron a destiempo y del alma errónea, también perdieron trabajos, personas y sueños.
El raspón número cien se lo acaba de dar su nieto delante de sus ojos, sin que él haya podido hacer nada para evitarlo. El primero de tantos. Ni siquiera ha llorado. Se ha sentado en el suelo y se ha frotado las manos para librarse del dolor. Mientras lo observa toquiteando sus sandalias nuevas (como si ya estuviera buscando un culpable) y aun sabiendo que todas las caídas dejan huellas, por pequeñas que sean, le desea y se desea un montón de raspones más.