*Relato breve en honor a las fiestas de mi pueblo, Jatiel, al no poderlas celebrar por motivos sanitarios.
Javier es un santo, bueno, o eso dicen. Yo no estoy tan segura. Le encanta ir a buscar leña y siempre vuelve en lo más alto del remolque, cantando sobre los troncos que se tambalean. No le tiene miedo a la gravedad, ni a la caída, ni a la mirada de reprobación de su madre. Además, es el rey de la charanga y de la sangría que bebe mientras baila. Y siempre es el último en cerrar la noche. Sin embargo, y aunque no sé cómo, también es el primero en dar la bienvenida al sol. Ayuda a preparar la plaza, a prender la hoguera, a sacar brasas para la cena de convivencia e inmortaliza los saltos de los niños en los castillos hinchables. Incluso se viste de baturro, se traga la misa y hasta canta una jota. No es un joven normal. Aúna el equilibrio justo de compromiso y diversión. Quizás sí sea un santo, no lo sé. Lo cierto es que está en todas partes, siempre con una sonrisa en los labios y buenos deseos entre los dientes.
Corre los toros de fuego, lanza los artificiales, prepara el chocolate. Contagia su energía y anima hasta a aquellos que han perdido las ganas. Sí, puede que sí sea un santo, porque reparte sin límites y sin pedir nada a cambio. Míralo cómo sonríe, como si supiera que estoy pensando en él. Sonríe hasta este año que no se celebran fiestas y no puede desplegar su desparpajo por las calles de Jatiel. Nos ha dejado una nota escrita a mano en los buzones. Su letra es horrible y casi ininteligible, pero el mensaje asoma claro por encima de su caligrafía confusa. Nos promete que al año que viene se esforzará el doble y nos pide que no le echemos de menos. ¡Qué cabrón! Pues sí que va a ser un santo… nuestro santo. Ese que nos hace reunirnos y unirnos; y ser mejores cada año.