Irene se levantó en mitad de la noche y se puso a investigar. Quería redactar el mejor trabajo sobre Halloween de la clase y decidir a conciencia un disfraz que diera muchísimo miedo. La calabaza vacía y con cara malvada ya esperaba paciente los caramelos en un rincón de su habitación.
Abrió el ordenador de papá y se preparó un vaso de leche antes de sentarse en la mesa del salón. No se lo calentó por miedo a que escucharan el timbre del microondas y la mandaran a la cama. A sus diez años, no tuvo ningún inconveniente en encender el dispositivo, introducir su nombre y el de su hermana como contraseña, y poner las palabras adecuadas en el buscador. En un par de segundos, descubrió que el uno de noviembre se celebraba el día de Todos los Santos y el día dos, el de los Difuntos. A ella solo le habían contado lo de Halloween, lo de los disfraces y lo del truco, el trato y los caramelos. Es lo que llevaba haciendo durante años, conseguir un buen botín por las casas del pueblo y pegar cuatro sustos, y le encantaba.
Internet le chivó que en cada país se celebran estos días de una forma distinta. En Austria, antes de acostarse, dejan una luz encendida y pan y agua sobre la mesa para recibir a los espíritus. Anda, como nosotros con los Reyes Magos, pensó Irene, y lo anotó en un cuaderno con rayas para no torcerse. También descubrió que los alemanes son tan miedosos que esconden los cuchillos para que los muertos no les puedan hacer daño y que los chinos rezan, barren las tumbas, queman billetes falsos y prenden incienso.
Lo que más le gustaron fueron las tradiciones latinoamericanas. Se enteró de que van al cementerio, igual que ella con sus padres y su hermana, pero no hacen las mismas cosas. Los mejicanos les llevan a sus muertos su comida y bebida favoritas, y también objetos que les gustaran mucho en vida. En Perú, montan un picnic alrededor de las lápidas. En Nicaragua, después de la comilona, sacan la almohada y duermen sobre las tumbas. Irene no había querido dormir más siestas desde que no podía hacerlo entre los brazos de su abuela.
—¿Pero se puede saber qué haces? Son las cuatro de la mañana. —Su madre la pilló cuando se dirigía al baño.
—Investigo sobre los muertos para la redacción.
—Tira para la cama, que no son horas.
Irene obedeció al ver las primeras señales de enfado en el rostro de su madre. Le habían salido arrugas en la frente y enseguida le pasaría lo mismo alrededor de la nariz y los labios. Además, la luz que proyectaba el ordenador en el salón provocaba que su silueta pareciera más grande y poderosa que ninguna otra vez. Cerró el portátil y, con la curiosidad instalada en su cuerpo diminuto, no dejó de hacer preguntas hasta que su madre la arropó y le estampó un beso en la frente.
—¿Y nosotros por qué lo celebramos así?
—Así, ¿cómo?
—Llevándole flores a los abuelos al cementerio. Si a la abuela ni siquiera le gustaban las flores, decía que se le morían todas porque no sabía cantar.
Su madre sonrió y le pidió hueco para sentarse en el canto de la cama.
—Así los recordamos y les rendimos homenaje.
—Yo me acuerdo más otros días. Cuando vemos películas de guantazos, cuando la tata y yo construimos fuertes en el salón, cuando me pongo la pulsera de chapas, cuando leemos el libro de chistes, cuando papá coge el salero sin que lo veas y se echa más…
—¿Qué papá hace qué?
—Mami, céntrate, que eso no es lo importante. ¿No podríamos hacer otra cosa más chula?
—¡Si ya te disfrazas y te inflas a dulces!
—No, pero digo para recordarlos. En lugar de ir al cementerio y ponernos tristes.
—Podemos pensarlo. Ahora, descansa. —Su madre duplicó el beso de la frente, se levantó y le ajustó la manta.
Antes de que entornara la puerta y la dejara sola, Irene se zafó de la ropa de cama y corrió hasta su escritorio.
—¿Pero qué haces? Irene, me estás empezando a cabrear.
—¡Apunto las ideas! —gritó entusiasmada—. Igual si me duermo, mañana no me acuerdo cuando me despierte. Tú tranquila que te van a gustar.
Su madre consintió y avanzó por el pasillo con la intriga pisándole los talones. Sin embargo, estaba muy cansada y se acostó sin importarle demasiado lo que trajinara su hija en la habitación contigua.
—¿Qué ha pasado? —preguntó el padre de Irene cuando notó de nuevo la compañía.
—Tu hija pequeña. No sé si este año iremos al cementerio. Está preparando otra cosa para los abuelos. —Casi antes de terminar la frase, ambos se habían rendido al sueño.
Irene pasó más de dos horas ideando un itinerario perfecto. Podían visitar las tumbas temprano y dejarles flores para que mamá no protestara, pero después volverían a casa e instauraría la norma de la sonrisa. Nada de rebuscar fotos en cajas y andar llorando a escondidas. Cocinarían rosquillas y natillas, ajo arriero, arroz al horno. Se atreverían a probar la porra rellena de turrón de Jijona que se zampó unas Navidades el abuelo. Podían ir de excursión al camping, darse una vuelta en el Renault 12, vestirse de baturros y ver una misa en la televisión, fabricar un juguete nuevo cada año con panel y los serruchos.
Se acostó cuando los primeros destellos del sol empezaban a colarse por los agujeritos de su persiana. Dejó su cuaderno a buen recaudo entre los cientos de peluches que dormían con ella y dio las buenas noches a sus abuelos antes de cerrar los ojos.
—Espero que os guste mi plan —susurró—. Os echo de menos.